sábado, 14 de mayo de 2016

No sé qué habría pasado con mi vida sin ese par de zapatillas


Ciento quince cortados en jarrito.
Si no pagara alquiler, podría tomarme todos los meses ciento quince cortados en jarrito.
Podría salir a tomarme setenta y cinco Quilmes o sesenta Stella Artois. Tendría dieciocho litros de cerveza de mediana calidad para consumir a mi antojo durante los fines de semana, sentada en esta mesa de madera en este bar de Villa Crespo, o en cualquier otro bar con precios razonables.  
Podría invitar un montón de tragos a esos dos tipos, por ejemplo, que miran el partido desde arriba de sus banquetas y comentan que fue un día largo, pesado, y yo no puedo más que envidiarles el cansancio.
Giro hacia atrás la página de mi cuaderno y releo el decálogo que titulé: "Cómo buscar trabajo y no morir en el intento".  
El punto 1 dice:  
-No deprimirse.  
No deprimirse, no deprimirse, no deprimirse, me repito cual mantra mientras camino por Avenida Corrientes y la llovizna golpea en la capucha naranja de mi campera.  
La cara gomosa de De La Sota, sobre un fondo azul eléctrico, abarca desde el segundo hasta el séptimo balcón de la medianera de un edificio ubicado en la esquina con Pueyrredón.  
Qué desperdicio, pienso, ya perdió las PASO.  Con la plata que cuesta ese cartel, yo viviría cómodamente seis o siete meses. Quizás más. Quién sabe...  
Dejo pasar las bocas de Subte de la línea B y las paradas del 168 donde pasa el colectivo que me llevará hasta mi pequeño departamento de Microcentro con ventana a pulmón y línea directa a la intimidad de mis vecinos. (Juro que puedo escuchar al del 5to B cuando hace pis y me sé de memoria las discusiones maritales de la del 2do).
Llego a mi casa. Meto las llaves. Abro la puerta, y sé que la Bandeja de Entrada de mi correo electrónico estará vacía, o a lo sumo un spam.  Me acuesto. Ni siquiera prendo la tele.
El ruido de la cerradura me despierta. El velador sigue encendido. Lucas tira sus cosas arriba de la mesa y, aunque no lo veo, puedo recorrer mentalmente cada una de sus acciones: ahora está en la cocina, ahora abrió la heladera, ahora prendió un cigarrillo, ahora calienta las sobras de pizza que trajo del restaurant en donde lo explotan nueve horas por día, seis días por semana –con suerte. Hoy se cumplen catorce días sin franco-.
Ahora deja todo sucio en la bacha.
Apaga la luz, suspira y se tumba a mi lado.  
— Hola, mi amor. ¿Cómo estás?  
— Dormida.  
— ¿Qué hiciste hoy?  
— Nada.

Viernes:

El lunes me levanté, lavé los platos de la noche anterior, preparé el desayuno, leí los diarios, entré a todos y cada uno de los portales de empleo, mandé currículums, mandé tres propuestas de notas a tres editores distintos, fumé siete cigarrillos, tomé dos termos de mate, vi fotos en Facebook de gente que no me interesa, hice un test para saber qué director de cine haría una película con mi vida (salió Tarantino), bajé al supermercado, cociné, almorcé con Lucas, me entusiasmé con dos mails sin leer y con la misma intensidad me desilusioné al ver que eran de Mercado Libre. Limpié toda la casa.  
El martes fue casi igual, pero en vez de limpiar, reordené la biblioteca.  O tal vez fue el miércoles.
El jueves tuve una buena excusa para usar corpiño: ir a buscar un libro hasta Villa Crespo. Rompí el envoltorio de nylon, lo abrí, lo olí, leí la solapa y me acosté.
Y cada uno de esos días, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando sigo sentada en la computadora, apoyo la espalda contra el respaldo de la silla, estiro las piernas, miro alrededor sin saber qué hacer y lloro.
Pero todavía falta. Hoy es viernes al mediodía.  
El teléfono vibra sobre la caja de Marlboro Box. Lo tomo con mis manos nerviosas hasta que leo “Mamá” en la pantalla.
— Hola, querida, ¿alguna novedad de la búsqueda laboral?   
— No, ma, ninguna...  
— ¡Pero! ¡Qué cosa!
  — ¿Vos cómo estás?
— Bien, querida, bien. ¿Le escribiste a mi amiga? ¿La que trabaja en... 
— Sí, ma, ya le escribí.  
— ¿Y no contestó?  
— No, ma, no contestó. Esta semana le vuelvo a escribir - Lucas se acerca y me masajea un hombro.  
— ¡Sí, insistile! ¡Tenés que insistir!  ¿Cómo puede ser que una chica joven, formada, con un título universitario... -  
— Bueno, ma... 
—… tenga que vivir en esas condiciones, ¡desocupada! Sin conseguir nada... 
— Bueno, algo va a salir, no te preocupes.  
Soy yo quien la consuela a ella.  
Lo último que escucho antes de cortar es: ¡Qué país, Dios mío!  
Me siento y prendo un cigarrillo.
— ¡Ya sé qué te va a poner de buen humor, mi amor!  
De los parlantes de la computadora empieza a salir Kilómetro 11, el chamamé más espantoso y conocido de la historia.  
A veces Lucas es tan porteño, pobre. Piensa que porque soy del interior voy a sentir el primer acorde alegre de un acordeón y ahí nomás voy a largar un grito sapucai y a olvidarme de todos los males y a descorchar una damajuana de vino o ponerme a amasar un kilo de tortas fritas.  
Detesto el chamamé. Y encima, es viernes.
Los viernes cumplir con el punto uno del decálogo se hace más difícil. La gente en Facebook pone cosas como: “Al fin viernes” y una se siente excluida porque sabe que el sábado será exactamente igual al martes o al miércoles: los fines de semana no pierden sentido, sino que cobran un sentido aún más horrible que Kilómetro 11.
Lucas se da por vencido y se va a trabajar. Yo pongo el agua para el mate y vuelvo a sentarme frente a la computadora.
Lo primero que se me ocurre es averiguar cuánto cuesta el cartel de De La Sota. Entro a las páginas de Internet de las agencias de publicidad exterior de la Ciudad de Buenos Aires. Llamo a varias por teléfono, finjo trabajar para una inmobiliaria que quiere expandir su mercado y pido presupuesto. No sé si me creen, pero igual me pasan los números y eso es lo que me interesa. Me entretengo por un rato.
Después, la nada.
No quiero llorar, me digo, y entonces, me acuerdo.
Súbitamente me paro y las encuentro arrinconadas al fondo del placard: unas zapatillas blancas deportivas que me compré hace años durante un viaje de mochilera y nunca más volví a usar. 
Lo único que cambio de mi uniforme de entre casa (remera de algodón gigante y calzas negras) son las pantuflas. No pienso en nada. Agarro los auriculares, el celular y salgo de mi casa.
A la noche, como siempre, me despierta el ruido de la cerradura. Lucas se tumba a mi lado, me da un beso y dice:  
-          ¿Qué hiciste hoy?
-          Nada… Bah, sí. Salí a caminar. Había una fiesta en Puerto Madero, parecían todos modelos. Era un casamiento. ¿No te parece raro que todavía la gente se case con vestido blanco?
-          Puede ser.
-          Ah, ¿Y sabés cuánto cuesta el alquiler por mes del cartel de De La Sota que está en Corrientes y Pueyrredón?
-          ¿Cuánto?

-          Dos mil seiscientos noventa y dos cortados en jarrito. 


jueves, 13 de agosto de 2015

Se armó trifulca en Pago Fácil entre una mujer y yo



En el diminuto local había una fila laberíntica y geométrica. Ella estaba algunas personas por detrás de mí. Su piel era el resultado de una muy poco medida exposición a la cama solar o a las playas de Miami

Me dijo, con tono de cacerolera indignada, que apagara el celular y que había un cartel, por si no lo había visto. Me señaló con su uña prolija y afrancesada una hoja A4 impresa en computadora pegada en la pared entre otro montón de hojas A4 impresas en computadora, que mostraba el símbolo de prohibición por sobre la imagen de un pequeño teléfono.

Yo sé que en los Pago Fácil no se puede usar el celular, pero no me acordaba. Me ha pasado otras veces en el banco, por ejemplo. Me olvido, qué se yo, entre tanta cola y tanta vorágine de trámites.

Como un acto reflejo, casi me surgen las disculpas. Pero la señora había usado un tono tan descortés que me reduje a comentarle que no, que efectivamente no había visto el cartelito, y que en un minuto apagaba el celular.

Le escribí a mi hermana: “Bancame un to—

— ¿Terminaste ya? ¿No me escuchaste? ¿No te das cuenta que no se puede usar el celular? – me gritó, con la misma intensidad con la que frente a cámara se despotrica contra el gobierno y los corruptos y la muerte de Nisman y la inflación y tantas cosas más.

Me subió un calor desde el estómago hasta el pecho. Detrás de la cacerolera, otra señora asentía solemne de brazos cruzados. Tenía los labios de un tono blancuzco que combinaba con su sobretodo y con las uñas afrancesadas de quien, para ese entonces, se había convertido en mi enemiga.

Guardé el teléfono de la discordia en el bolsillo de mi campera y la miré con sorpresa. Siempre me sorprenden las reacciones exageradamente agresivas de la gente.

— Usted es una desubicada, señora. No me puede hablar así, me lo podría decir en buenos…
— ¡Yo soy una desubicada! ¿Yo soy una desubicada? – me interrumpió- ¿Yo? ¡Vos estás pelotudeando con el celular! ¡Nos pueden venir a poner un arma en la cabeza y matarnos! ¡Y que la alarma no funcione porque la boluda está pelotudeando con el celular! 

Un hombre mayor delante de mí comenzó a moverse incómodo. Un pibe de mi edad se llevaba la factura de EDESUR a la boca para no reírse. La cómplice de la cacerolera seguía asintiendo como si estuviera escuchando la verdad más absoluta de su vida. La piel de fantasía parda de la cacerolera estaba tensa y, a la vez, llena de arrugas, como si a un mantel se lo hiciera un bollo, se lo tendiera así nomás, se pegaran con poxirán todos los pliegues y ahora sí, se estirara con fuerza por las cuatro puntas.

Detrás de los vidrios, dos chicas tomaban los impuestos, los pasaban por el censor – Piiiip - recibían dinero, contaban dinero, daban cambio, abrochaban los tickets, juntaban la plata, la ataban con elastiquines, la guardaban en cajones, gracias a usted, que pase el que sigue.

Yo no entendí qué relación había entre el chat que estaba teniendo con mi hermana y que nos asesinaran a todos en un Pago Fácil de microcentro. Fugazmente pasaron dos ideas por mi cabeza:

Opción 1) Las alarmas no funcionan cuando hay un teléfono móvil encendido, lo cual habla de una falla muy grave en el diseño del sistema de seguridad.

Opción 2) Mi hermana no era mi hermana sino una banda de ladrones a quienes yo estaba incitando para que fueran a robar ese reducto, lo cual me pareció bastante inviable por el hecho de que podían hacerlo perfectamente cuando les placiera, sin necesidad de mi presencia allí dentro.

— Bueno, señora, no tiene por qué gritarme. Ya está, ya lo guardé, estaba avisando, justamente, que tenía que apagar el…
— ¡Te hubieses ido afuera para seguir pelotudeando! ¡Te vas dos segundos afuera y avisás lo que se te ocurra! Nos estás perjudicando a todos, si las empleadas son incapaces de darse cuenta y no te dicen nada, no es mi problema…

Y siguió, pero dejé de escucharla, porque tampoco entendía, en caso de que mi hermana no fuera mi hermana, qué diferencia había entre avisarle a la pandilla de bandidos acerca del malvado plan desde adentro del Pago Fácil o desde afuera.

—… y encima, me decís a mí que soy una desubicada.
— Es que usted es una desubicada y una irrespetuosa.
— ¡No! ¡Vos sos una desubicada y una irrespetuosa! ¡Acá se maneja plata! ¡Acá hay guita dando vuelta! Vos no podés venir y ponerte a jugar con el teléfono…

Me cansé. Yo llevaba una mochila anaranjada colgada de un solo hombro. Me la llevé hacia adelante, la abrí y saqué un revolver calibre Magnum 44.

Todos gritaron. La mayoría se tiró al piso. Dos tipos que estaban al lado de la puerta se empujaron, luego de un segundo de parálisis, y salieron corriendo. El hombre que estaba delante de mí atinó a arrodillarse, pero justo dijeron “el que sigue” y le tocaba a él y, claro, había esperado tanto…

Yo di dos pasos lentos y gloriosos hacia la cacerolera. Sentía sonar de fondo el soundtrack de cualquiera de las películas de Tarantino. Estiré el brazo y le puse la punta del revolver en su frente, y ella quedó pegada contra la vidriera que daba hacia la calle.

— ¿Me puede explicar, por favor, vieja concheta, cuál es la relación directa entre mandarme mensajes con mi hermana y que nos vengan a afanar?

Nunca vi una mandíbula tan apretada ni unos ojos tan abiertos. Creo que, más que nada, era incredulidad. Y miedo, por supuesto.

— No… no… Yo… - Tartamudeó.
— Y en todo caso, le concedo que yo me equivoqué y rompí una norma del Pago Fácil. ¿Pero le parece tratarme así? ¿Tan mal?
— No… Por favor, no… - Titubeaba con el eco lastimero de lo que minutos atrás había sido la voz de la prepotencia careta.
— ¿No? ¿Por favor, no? ¿Esa es tu explicación? ¡Tan convencida que parecías hace un rato!

A su lado, debajo, hecha un ovillo, con las manos por encima de su cabeza, la solemne temblaba.

— A mí me gusta mucho Buenos Aires, ¿sabe, señora? Quiero mucho a esta ciudad independientemente de que gane Rodríguez Larreta, independientemente, incluso, de la gente como usted de la cual trato de convencerme que abunda en todos lados, que no es solamente acá. Pero cosas así, señora, ¡ay! cosas así, a veces, me hacen flaquear en ese pensamiento. Y eso no me gusta ¿sabe?
— Yo… Yo… - lloraba sin lágrimas porque seguramente se le habían secado con el sol o con los rayos ultravioletas -…Yo…
— Ajá, encima una egocéntrica.

“El que sigue”.

— Bien. Ahora me toca pagar a mí y no quiero hacer esperar a las empleadas. Usted se va a ir, y usted – con el pie moví el bulto blanco – también- bajé el revólver hacia el primer botón perlado de la camisa beige de la cacerolera-. Y me gustaría que la próxima vez piense mejor antes de patotear a una persona a los gritos ¿si?

Asintió como pudo. Despacio, alejé la Magnum 44. Ambas se precipitaron hacia la salida.

“¡El que sigue!”.

Guardé apresurada el arma y saqué mi agenda con todo el papelerío. Se escuchó un leve murmullo, la gente se comenzó a levantar. Me disculpé por lo bajo (yo también estaba algo shockeada, siempre me sorprenden las reacciones exageradamente agresivas de la gente, incluyendo las mías) y fui hasta la caja.

— Antes que nada, te pido perdón; por el celular, el revolver y el griterío.
— ¿Eh? – la chica, concentrada en ordenar varios fajos de billetes, apenas me miró -. Acá no se escucha nada.
— Ah, bueno. Genial, entonces. ¿Para pagar el monotributo?




domingo, 21 de junio de 2015

Me dejaste un montón de facturas y un disco de Spinetta sonando de fondo


No quiero decir nada deprimente.

Hoy me desperté y en la cocina quedaban las dos facturas y media que sobraron de ayer a la tarde, de esas que trajiste envueltas en un paquete de papel y que te comiste vos solo porque yo estaba demasiado ocupada fumando y atravesando la situación.

El primer impulso fue tirarlas a la basura porque eran algo de otro orden, algo que venía de un momento previo al que, para mi vida, dejaste de existir.

Pero anoche me tomé cuatro cervezas y no cené nada, entonces tenía que llenar con cualquier cosa esa sensación de vacío estomacal. De vacío existencial, también. Pero dije que no quería decir nada deprimente.

Las devoré. La que más me dolió fue la rellena con dulce de leche porque ayer, cuando todavía estabas, la habías cortado con un cuchillo y te habías comido la mitad. Sentí que estaba cometiendo un acto de necrofilia.

Fue gracioso, igual, cuando me dejaste. Fue gracioso el diálogo y cuando lo cuente, todos se van a reír. Fue gracioso que yo te interrumpiera antes de que terminaras la frase y te respondiera medio a los gritos que yo no pensaba ser tu amiga, que yo ya tenía un montón de amigos, que me enamoré una vez de uno y que fue un bajón y que yo no me iba a exponer a pasar otra vez por la misma situación.

     Pero tal vez, con el tiempo…
     No.
     ¿No?
     No.

No sé si te aclaré que de vos no estaba enamorada. Pasa que tampoco tengo muchos parámetros para medir el amor. Qué se yo. Ahora me siento muy mal y te extraño y todas esas cosas. Pero no importa, porque dije que no iba a decir nada deprimente.

Te sonreí, no porque la estuviera pasando bien, precisamente, sino porque desde una abstracción de mi misma nos observaba a los dos en posición de entrevista, y observaba la ridiculez de los vigilantes y  la humillación de las medialunas, y me causó gracia el tono del fracaso.

Vos también sonreíste, supongo que porque no sabías muy bien qué hacer; y te acomodabas todo el tiempo de maneras distintas y tu mirada se iba cada vez más hacia un rincón del techo, y hasta me generaste un poco de compasión: pobre, no sabe muy bien qué hacer.

La pava y el mate estaban ahí, sobre la mesa, al lado del paquete de facturas. Eran todos objetos que con su inmovilidad nos hacían sentir aún más incómodos, excepto el cenicero que rebozaba vida entre toda esa composición desubicada.

Te pregunté qué había pasado. ¡Si estábamos lo más bien! me faltó agregar. 

     No la flashé.
     No la flasheaste
     No, no la flashé.
     ¿Qué soy? ¿Un porro? ¿Una pepa, que te tengo que hacer flashear? – Me hubiese encantado responder; en cambio, esbocé un conglomerado de frases inconexas y políticamente correctas en una entonación amable. Puedo sacar en limpio que te dije que te entendía y que eran cosas que pasaban. 

Es que era cierto que te entendía.

Anoche le estaba contando a un amigo por el chat y entonces me percaté: 

     Boludo, me dejó un disco de Spinetta sonando de fondo.
     Sacá eso YA.

Las facturas no me llenaron. Como a las seis de la tarde bajé al súper mercado de la vuelta de mi casa. El guardia de seguridad - petiso, pelado y con unos bigotes que le dan un aire a Caparrós- me interceptó a la salida. 

     ¿Te gustó el libro?
     ¿Cómo?
     Si te gustó el libro.
     ¿Qué libro?
     El de Roberto Arlt. 

La última noche que dormí en tu casa me regalaste un libro de crónicas policiales de Roberto Arlt. Debo haber ido a hacer las compras directo, supongo, y lo debo haber llevado en la mano o abajo del brazo, como el personaje de la novela de Milán Kundera sobre la que charlamos una vez. Eso o el guardia de seguridad tiene poderes mágicos.

No. No lo leí todavía.

¿Cómo explicarle al señor que no puedo arrancar el libro de Roberto Arlt porque me hace acordar a vos y me lastima? ¿Que aquel que estaba leyendo lo terminé a los apurones para empezar este otro que me habías regalado y que ahora yace debajo del diccionario de sinónimos porque no lo puedo ni mirar? 

Leelo. Es muy bueno, te va a gustar.
Sí, lo voy a leer. Gracias – mentí. 

A veces pienso que la realidad no es tal. Que todo está en mi cabeza. Que vivimos como en Vainilla Sky, la película en la cual Tom Cruise paga una fortuna por un sueño eterno y lúcido configurado por sus deseos y que termina presa de su inconsciente en una pesadilla horrible. 

Porque ¿cómo puede ser que el guardia de seguridad sepa lo que me gusta y lo que no? ¿Y cómo puede ser que vos hayas hecho carne todos mis miedos? ¿Que hayas cristalizado todas y cada una de mis inseguridades con respecto al amor? Primero desapareciste, después me dejaste, después me pediste que sea tu amiga, y terminaste confesando que habías conocido a otra que, de todas maneras, no era el problema porque el problema era yo. 

Es como que si te abriera, como cuando a los almohadones se les hace un tajo y empieza a salir la goma espuma, adentro tuyo hubiera un alter ego de mis neurosis o mis neurosis –las cuales me las imagino azules, chiquititas y luminosas- fueran la materia prima de tu composición.

Era cierto que te entendía. 

Se conoce a alguien, se empieza a salir, se genera un engendro que podría denominarse “relación”, y no necesariamente la persona en cuestión tiene que moverte el piso. Puede que no suceda. Y cuando ya es indefectible, cuando ya no caben dudas de que tu estómago no va a atravesar ningún torbellino de mariposas, es absolutamente válido evaporar el engendro... 

El tema es que me di cuenta, cuando ya te habías ido de mi casa – que, por cierto, con tu obsesión de que la cosa se acabe en buenos términos te colgaste, y yo te cebé los peores mates del mundo para que te fueras antes de que me cerrara el chino porque necesitaba comprar cerveza, y lo único que me faltaba era que siguieras ahí sentado, poniendo videos de Bjork ¡con lo que la odio a Bjork! mientras yo me emborrachaba por vos, con vos-, de que para ser ético en las relaciones uno tiene que actuar con algo (¡algo!) de coherencia. 

Me di cuenta de que yo siempre me enamoré de Macris; de tipos que son una amenaza para todo aquello que implique un bienestar en mi vida, pero que, por lo menos, me lo dicen y yo decido bajo mi propio riesgo. 

Vos fuiste mi primer Menem del ´89. Vos me demostraste una cosa y terminaste siendo otra. Los demás siempre me hicieron saber que eran unos fachos y que no querían gente del conurbano en los hospitales públicos y que su concepto de cultura estaba representado por energúmenos del mercado. Vos no diste ni una pista de que ibas a hacer ajustes, de que ibas a desregular el Estado, de que iban a haber despidos masivos. 

Cuando pienso en todo esto me dan muchas ganas de caminar por la calle y patear tachos de basura escuchando canciones de Joy Division. 

Te escribí la cosa más linda que alguna vez le escribí a alguien y te la mandé. 

Al rato me arrepentí: Encima de que me pega una patada en el culo yo le sigo inflando el ego. Pero es que me parece una tragedia que alguien alguna vez te escriba algo y vos – o cualquier otra persona- se muera sin saberlo. 

Me faltó tocarte una canción en la guitarra (de hecho, inventé una after you cuyo título se debate entre “Yo estaba bien” y “¿Con qué necesidad?”). 

Me faltó, también, que conocieras un montón de detalles míos, como que me gusta regar las plantas a la siesta o que odio compartir el vaso cuando tomo bebidas alcohólicas. Me faltó saber de vos, qué querías ser de chico cuando seas grande, o ver fotos patéticas de tu adolescencia con cortes de pelo horribles y reírnos. 

Nos faltó irnos de viaje, discutir por muchas más giladas, mirar un millón de películas… 

Pero por lo menos le gané al disco de Spinetta, así que prefiero no seguir, porque todo esto me pone triste y dije que no quería decir cosas deprimentes. 




domingo, 7 de junio de 2015

Tampoco es que ahora soy una paloma blanca volando feliz por los cielos



La gente la ovaciona como a un rockstar y ella entra al escenario como un rocsktar. No con el ímpetu aparatoso: no saca la lengua ni agita las manos formando un cuerno de tres dedos, pero sí camina con el pecho erguido y el porte de entereza que caracteriza a quienes se saben artífices de algo (una canción, una gestión) y están convencidos de cada enhebra que entramaron para construirlo.
Delante de la pantalla gigante dispuesta en Avenida de Mayo hay cuatro cuadras abarrotadas de gente hasta llegar a  la plaza donde el acceso es imposible. Contra el cielo que oscurece se recortan las copas de los árboles debajo de las cuales, desde los postes de luz, cuelgan las banderas de Argentina, una detrás de la otra, volviéndose cada vez más pequeñas hasta hacerse invisibles. De fondo, la Casa Rosada. 
Es el último discurso de Cristina.
Con Meli llegamos temprano e intentamos vanamente encontrarnos con amigos de La Plata. El amontonamiento era en la plaza y en las calles aledañas. En Florida, entre los manteros y las mesas de café, había que avanzar en fila india, como a la salida de un recital súper masivo.
No nos la bancamos. Nos compramos un choripán, una cerveza y nos sentamos cerca de la pantalla a esperar que hable la presidenta.
           Eso sí extraño – le digo a Meli y señalo con el mentón una banda de pibes que cantan y saltan detrás un trapo gigante cuya insignia desconocemos -. El agite, la mística.
Pero es lo único que extraño. Me gusta ir sola a las movilizaciones. Me gusta no tener que ir a nada que no tenga ganas. Militar en organizaciones políticas/partidarias, ser orgánica, las roscas, los dirigentes, las listas, los actos ¡los actos y los plenarios! todas esas cosas no eran, no son para mí.
Me acuerdo de los plenarios. Es como si hubiese sido siempre el mismo. Escuchaba gente grande, con experiencia y trayectoria, decir un montón de cosas que sentía que ya había escuchado mil veces o que francamente no entendía de qué iba. Entonces, mi cerebro se avivaba, se tiraba al piso y caminaba, todo chiquitito hasta la puerta para salir a jugar. Y yo me levantaba, muerta de vergüenza,  corría hasta agarrarlo y lo ponía en penitencia de vuelta en su lugar. Me daba tanta culpa mi cerebro.
Qué horror.
Le alcanzo a Meli la Quilmes– que, dadas las circunstancias, el chino de Chacabuco y Alsina nos cobró a un precio bastante razonable - y saco la campera de mi bolso. Meli está envuelta con una pañoleta azul y lleva puesto un saco cuyo interior está recubierto con lana de corderito. La mano que no ocupamos en empinar la botella o en fumar un pucho, la guardamos en el bolsillo.
Al lado nuestro pasa un viejo que arrastra una bolsa de arpillera de la que sobresale una imitación de cola de gato gris y peluda y nos asusta. Meli le grita que es un gil. Pasa un chico lindo, choca su botella contra la mía y nos dice: “¡Eeesa!”. Pasa un chabón alto con la frente abollada, literalmente abollada, como si su cráneo fuese una botella de plástico a la cual se le derritió uno de sus lados con un encendedor hasta formar un hueco.
           Qué loco, ¿no?
           Alta piña le deben haber dado para quedar así – responde Meli y mira distraídamente hacia otro lugar mientras se lleva el pico de la cerveza a la boca.
Yo pienso que es muy irreal esa frente y que hay muchas escenas de mi vida que me parecen muy irreales, como estar sentada en Avenida de Mayo tomando una cerveza esperando que Cristina Kirchner dé su último discurso.
           Parece ficción ¿No te parece ficción? No sé… Se acaba el mundo tal cual lo conocemos.
Cuando Néstor asumió en 2003, yo tenía 13 años y lo único que recuerdo es que veníamos de los Federales (el equivalente entrerriano al Patacón, aún con menos valor que los bonos nacionales y bonaerenses), que mi viejo había dejado de fumar, que me quise teñir el pelo de rojo y no animé, y que empecé las clases de mi primer año de secundaria en junio. Claro, Néstor fue a destrabar el conflicto docente como una de sus primeras medidas de gobierno.
Cristina también se acuerda de la intervención de Néstor en Entre Ríos y en un rato lo dirá con tonada épica; será una de las primeras cosas que nombre al hacer la recapitulación de los doce años de mandato kirchnerista.
     No va a ser lo mismo. Por más que tengamos la suerte de que no gane Scioli, no va a ser lo mismo.
     No – Meli suspira-. No va a ser lo mismo porque además Cristina es mujer y muchas de las cosas que hizo tienen que ver con su sensibilidad de mujer.
Meli tiene razón. Cristina es mujer y no deja de serlo por sentarse en el sillón presidencial. Nunca lo había pensado seriamente antes. ¿Cómo nunca lo pensé antes?
Y claro, me digo, calculo que debe tener que ver con ese embrollo discusivo/ideológico que tuve en algún momento en el que creí que ser feminista implicaba negar cualquier diferencia que hubiese entre el hombre y la mujer, confundiendo la igualdad de derechos con la igualdad literal. Qué cosas, dios mío.  Qué abstraída que supe estar. Qué encorsetada por categorías de pensamiento y por la propia falta de confianza en mis ideas.
(Ojo, tampoco es que ahora soy una paloma blanca volando feliz por los cielos…).
Los aplausos se escuchan antes que la voz femenina del altoparlante de la misma manera en que primero cae un rayo y luego se escucha el trueno. Así será durante todo el discurso; los que estamos fuera de la plaza tendremos que adaptarnos al delay.
Con Meli nos levantamos, descartamos el envase y nos acercamos lo más que podemos a la pantalla. Comienza a sonar el Himno Nacional Argentino y muchas manos se alzan con los dedos en V. Yo me quedo quieta.
¡Oh! ¡Juremos con gloria morir! ¡Oh! ¡Juremos con gloria morir! ¡Oh, juremos con gloria morir!
Y entonces irrumpen un montón de fuegos artificiales por encima de la Casa Rosada y todos aplauden y miran fascinados hacia arriba y yo también lo hago. Al instante observo a mi alrededor y no puedo dejar de acordarme de la escena final de Día de la Independencia donde el pueblo se emociona con las palabras del presidente yanqui que acaba de salvar al mundo de la invasión extraterrestre o de un meteorito (no recuerdo con exactitud. Tampoco recuerdo si la escena final era un discurso).
Ahora, en la avenida, silencio. Como una avalancha empieza a llegarnos el eco de una cancioncita, cada vez más fuerte, hasta que nos cubre por completo y entonces se vuelve grito desaforado con salto incluido de varios de los que quedamos postergados en la calle.
Yo estoy quieta y callada. Lo colectivo siempre me generó cierta timidez. No me desinhibe ser parte de un conjunto de gente con la cual se supone que existe una idea, un objetivo, un equipo de fútbol, una banda de rock, algo compartido, sino que, por el contrario, me produce pánico al ridículo, pánico que no experimento cuando soy yo sola haciendo cosas mías como, por ejemplo, ir a comprar un Marlboro Box en piyama y pantuflas.
Cristina nos saluda y habla. Dice que hace doce años, una mañana de sol, asumió un hombre con apenas el 22% de los votos y que sostuvo durante todo su gobierno una parte importantísima de su discurso…
Meli me mira pícara:
—Que no vino a dejar las convicciones en la puerta de la Casa Rosada.  
¡Que no iba a dejar las convicciones en la puerta de la Casa Rosada!, repite Cristina y nosotras nos reímos.
Detrás nuestro hay unos franceses que portan una sonrisa boba y beben cerveza importada en latas pequeñas y doradas. Delante nuestro hay una pareja; él se limpia las lágrimas con un pañuelo de tela a cuadrillé y ella le frota el hombro con sus manos arrugadas.
No estén tristes, nos pide Cristina.
Y en realidad se me hace difícil calificar lo que siento: pienso mucho en todas las cosas que considero contradicciones de este gobierno y no sé qué sentir, pienso mucho en Scioli y me enojo, pienso en mi falta de compromiso político y me da culpa, pienso en que todo esto no va a existir por más frase de campaña de que el candidato es el proyecto y siento una nostalgia terrible del presente y me acuerdo de un amigo que me apodaba TN porque yo siempre pensaba todo en negativo.
Y sí. Estoy triste. ¡Claro que estoy triste! De hecho la tristeza es lo más exacto: es un feriado disfrazado de domingo, hace frío, ya terminó de oscurecer y encima Cristina, cual rockstar que dio su último bis, se despide del escenario.