Sentías el cuerpo pegajoso. La
música que salía de tus auriculares y el sol y la calle que estaba más colorida
que de costumbre, hacían imaginarte en un videoclip. Te hubiera gustado que fuera de tardecita. Siempre te
gustaron las tardecitas de marzo.
Sentías todas las miradas
masculinas encima tuyo. Un treintañero con lentes de marcos gruesos clavó los
ojos en tus piernas, un hombre de camiseta blanca sentado en la vereda te dijo
algo que no entendiste; entonces te desenchufaste de una sola oreja y lo pudiste oír con claridad: “Nena, se te
enganchó la pollera en el bolso”. Te miraste y viste tu muslo desnudo. Te
reíste, diste las gracias y seguiste caminando.
Doblaste, sin saber bien por qué.
Tal vez porque no querías llegar a tu casa, ni tener que apagar el mp3 . Creías percibir las cámaras siguiéndote y tu cara
en los distintos planos. Viste una feria americana a algunos metros de distancia
y fue como estar en otra ciudad. Fuiste y empezaste a revolver cajas con ropa
de gente vieja. No lo hiciste porque tuvieras ganas, sino porque te pareció
genial para el video. Empezaste a ojear a todos los costados, a ver si aparecía
el amor de tu vida. Pero no. Alzaste un vestido azul a lunares blancos que si
hubiese tenido escote te lo hubieras puesto en ese mismo momento.
Entraste al garage. Había olor a
libros con polvo. Tu cara se humedecía más y más, como si estuviera pegoteada
con cinta skotch. Pensaste que los editores podrían corregirlo y así mostrar tu cutis perfecto. O mejor, dejemosló así que queda a tono con la
estética urbana. Antes de pasar a otro tema apretaste el botón mágico y esa
canción volvió a empezar.
Descubriste una caja debajo de un
montón de sacos con hombreras. Tenía discos. Te pareció todo tan perfecto. Te
agachaste para mirarlos, sin cuidar tu pollera. Te sentiste hermosa. Casi te
frustrás cuando viste que eran todos de gente sin glamour, que no conocías.
Y de repente, un vinilo de ella.
Rubia carré, diosa internacional, en maya negra con lentejuelas plateadas. Se
esfumaron tus auriculares.
Te diste vuelta asustada, debés
reconocerlo. Detrás de los percheros comenzaron a salir bailarines en traje blanco.
La gente había desaparecido. A medida que el ritmo de las castañuelas iba
subiendo los hombres acompañaban con una coreografía mil veces ensayada. Tenían
sombreros de copa.
Silencio, todos como estatuas y sólo se escuchó un largo
repique de tambor. En ese instante bajó del techo Raffaella. La sonrisa
estática, la mirada altiva, los brazos en alto. Cuando su taco aguja llegó al
piso irrumpió la banda con más intensidad. Caminó hacia vos con pasos de baile
y te tendió la mano. Te miraste y tenías puesto el vestido a lunares, con tus
senos juveniles respirando felices. Te levantaste y empezaste a danzar con Raffaella
y los bailarines tan al compás y coordinada como ellos. Y así seguiste, por
horas y horas, sin transpiración, ni humedad, ni cansancio, ni olor a viejo.
En el barrio, nunca más se supo
de vos.
(Dicen los que saben, que en las
tardecitas de marzo, las chicas deben tener cuidado de usar pollera, porque
pueden cruzarse con una extraña caravana que se las lleva puestas al son de una
música de Fiesta)