sábado, 9 de marzo de 2013

Fiesta




Sentías el cuerpo pegajoso. La música que salía de tus auriculares y el sol y la calle que estaba más colorida que de costumbre, hacían imaginarte en un videoclip. Te hubiera  gustado que fuera de tardecita. Siempre te gustaron las tardecitas de marzo.

Sentías todas las miradas masculinas encima tuyo. Un treintañero con lentes de marcos gruesos clavó los ojos en tus piernas, un hombre de camiseta blanca sentado en la vereda te dijo algo que no entendiste; entonces te desenchufaste de una sola oreja  y lo pudiste oír con claridad: “Nena, se te enganchó la pollera en el bolso”. Te miraste y viste tu muslo desnudo. Te reíste, diste las gracias y seguiste caminando.

Doblaste, sin saber bien por qué. Tal vez porque no querías llegar a tu casa, ni tener que apagar el mp3 . Creías percibir las cámaras siguiéndote y  tu cara en los distintos planos. Viste una feria americana a algunos metros de distancia y fue como estar en otra ciudad. Fuiste y empezaste a revolver cajas con ropa de gente vieja. No lo hiciste porque tuvieras ganas, sino porque te pareció genial para el video. Empezaste a ojear a todos los costados, a ver si aparecía el amor de tu vida. Pero no. Alzaste un vestido azul a lunares blancos que si hubiese tenido escote te lo hubieras puesto en ese mismo momento.

Entraste al garage. Había olor a libros con polvo. Tu cara se humedecía más y más, como si estuviera pegoteada con cinta skotch. Pensaste que los editores podrían corregirlo y así mostrar tu cutis perfecto. O mejor, dejemosló así que queda a tono con la estética urbana. Antes de pasar a otro tema apretaste el botón mágico y esa canción volvió a empezar.

Descubriste una caja debajo de un montón de sacos con hombreras. Tenía discos. Te pareció todo tan perfecto. Te agachaste para mirarlos, sin cuidar tu pollera. Te sentiste hermosa. Casi te frustrás cuando viste que eran todos de gente sin glamour, que no conocías.

Y de repente, un vinilo de ella. Rubia carré, diosa internacional, en maya negra con lentejuelas plateadas. Se esfumaron tus auriculares.

Te diste vuelta asustada, debés reconocerlo. Detrás de los percheros comenzaron a salir bailarines en traje blanco. La gente había desaparecido. A medida que el ritmo de las castañuelas iba subiendo los hombres acompañaban con una coreografía mil veces ensayada. Tenían sombreros de copa. 

Silencio, todos como estatuas y sólo se escuchó un largo repique de tambor. En ese instante bajó del techo Raffaella. La sonrisa estática, la mirada altiva, los brazos en alto. Cuando su taco aguja llegó al piso irrumpió la banda con más intensidad. Caminó hacia vos con pasos de baile y te tendió la mano. Te miraste y tenías puesto el vestido a lunares, con tus senos juveniles respirando felices. Te levantaste y empezaste a danzar con Raffaella y los bailarines tan al compás y coordinada como ellos. Y así seguiste, por horas y horas, sin transpiración, ni humedad, ni cansancio, ni olor a viejo.

En el barrio, nunca más se supo de vos.

(Dicen los que saben, que en las tardecitas de marzo, las chicas deben tener cuidado de usar pollera, porque pueden cruzarse con una extraña caravana que se las lleva puestas al son de una música de Fiesta)