domingo, 21 de junio de 2015

Me dejaste un montón de facturas y un disco de Spinetta sonando de fondo


No quiero decir nada deprimente.

Hoy me desperté y en la cocina quedaban las dos facturas y media que sobraron de ayer a la tarde, de esas que trajiste envueltas en un paquete de papel y que te comiste vos solo porque yo estaba demasiado ocupada fumando y atravesando la situación.

El primer impulso fue tirarlas a la basura porque eran algo de otro orden, algo que venía de un momento previo al que, para mi vida, dejaste de existir.

Pero anoche me tomé cuatro cervezas y no cené nada, entonces tenía que llenar con cualquier cosa esa sensación de vacío estomacal. De vacío existencial, también. Pero dije que no quería decir nada deprimente.

Las devoré. La que más me dolió fue la rellena con dulce de leche porque ayer, cuando todavía estabas, la habías cortado con un cuchillo y te habías comido la mitad. Sentí que estaba cometiendo un acto de necrofilia.

Fue gracioso, igual, cuando me dejaste. Fue gracioso el diálogo y cuando lo cuente, todos se van a reír. Fue gracioso que yo te interrumpiera antes de que terminaras la frase y te respondiera medio a los gritos que yo no pensaba ser tu amiga, que yo ya tenía un montón de amigos, que me enamoré una vez de uno y que fue un bajón y que yo no me iba a exponer a pasar otra vez por la misma situación.

     Pero tal vez, con el tiempo…
     No.
     ¿No?
     No.

No sé si te aclaré que de vos no estaba enamorada. Pasa que tampoco tengo muchos parámetros para medir el amor. Qué se yo. Ahora me siento muy mal y te extraño y todas esas cosas. Pero no importa, porque dije que no iba a decir nada deprimente.

Te sonreí, no porque la estuviera pasando bien, precisamente, sino porque desde una abstracción de mi misma nos observaba a los dos en posición de entrevista, y observaba la ridiculez de los vigilantes y  la humillación de las medialunas, y me causó gracia el tono del fracaso.

Vos también sonreíste, supongo que porque no sabías muy bien qué hacer; y te acomodabas todo el tiempo de maneras distintas y tu mirada se iba cada vez más hacia un rincón del techo, y hasta me generaste un poco de compasión: pobre, no sabe muy bien qué hacer.

La pava y el mate estaban ahí, sobre la mesa, al lado del paquete de facturas. Eran todos objetos que con su inmovilidad nos hacían sentir aún más incómodos, excepto el cenicero que rebozaba vida entre toda esa composición desubicada.

Te pregunté qué había pasado. ¡Si estábamos lo más bien! me faltó agregar. 

     No la flashé.
     No la flasheaste
     No, no la flashé.
     ¿Qué soy? ¿Un porro? ¿Una pepa, que te tengo que hacer flashear? – Me hubiese encantado responder; en cambio, esbocé un conglomerado de frases inconexas y políticamente correctas en una entonación amable. Puedo sacar en limpio que te dije que te entendía y que eran cosas que pasaban. 

Es que era cierto que te entendía.

Anoche le estaba contando a un amigo por el chat y entonces me percaté: 

     Boludo, me dejó un disco de Spinetta sonando de fondo.
     Sacá eso YA.

Las facturas no me llenaron. Como a las seis de la tarde bajé al súper mercado de la vuelta de mi casa. El guardia de seguridad - petiso, pelado y con unos bigotes que le dan un aire a Caparrós- me interceptó a la salida. 

     ¿Te gustó el libro?
     ¿Cómo?
     Si te gustó el libro.
     ¿Qué libro?
     El de Roberto Arlt. 

La última noche que dormí en tu casa me regalaste un libro de crónicas policiales de Roberto Arlt. Debo haber ido a hacer las compras directo, supongo, y lo debo haber llevado en la mano o abajo del brazo, como el personaje de la novela de Milán Kundera sobre la que charlamos una vez. Eso o el guardia de seguridad tiene poderes mágicos.

No. No lo leí todavía.

¿Cómo explicarle al señor que no puedo arrancar el libro de Roberto Arlt porque me hace acordar a vos y me lastima? ¿Que aquel que estaba leyendo lo terminé a los apurones para empezar este otro que me habías regalado y que ahora yace debajo del diccionario de sinónimos porque no lo puedo ni mirar? 

Leelo. Es muy bueno, te va a gustar.
Sí, lo voy a leer. Gracias – mentí. 

A veces pienso que la realidad no es tal. Que todo está en mi cabeza. Que vivimos como en Vainilla Sky, la película en la cual Tom Cruise paga una fortuna por un sueño eterno y lúcido configurado por sus deseos y que termina presa de su inconsciente en una pesadilla horrible. 

Porque ¿cómo puede ser que el guardia de seguridad sepa lo que me gusta y lo que no? ¿Y cómo puede ser que vos hayas hecho carne todos mis miedos? ¿Que hayas cristalizado todas y cada una de mis inseguridades con respecto al amor? Primero desapareciste, después me dejaste, después me pediste que sea tu amiga, y terminaste confesando que habías conocido a otra que, de todas maneras, no era el problema porque el problema era yo. 

Es como que si te abriera, como cuando a los almohadones se les hace un tajo y empieza a salir la goma espuma, adentro tuyo hubiera un alter ego de mis neurosis o mis neurosis –las cuales me las imagino azules, chiquititas y luminosas- fueran la materia prima de tu composición.

Era cierto que te entendía. 

Se conoce a alguien, se empieza a salir, se genera un engendro que podría denominarse “relación”, y no necesariamente la persona en cuestión tiene que moverte el piso. Puede que no suceda. Y cuando ya es indefectible, cuando ya no caben dudas de que tu estómago no va a atravesar ningún torbellino de mariposas, es absolutamente válido evaporar el engendro... 

El tema es que me di cuenta, cuando ya te habías ido de mi casa – que, por cierto, con tu obsesión de que la cosa se acabe en buenos términos te colgaste, y yo te cebé los peores mates del mundo para que te fueras antes de que me cerrara el chino porque necesitaba comprar cerveza, y lo único que me faltaba era que siguieras ahí sentado, poniendo videos de Bjork ¡con lo que la odio a Bjork! mientras yo me emborrachaba por vos, con vos-, de que para ser ético en las relaciones uno tiene que actuar con algo (¡algo!) de coherencia. 

Me di cuenta de que yo siempre me enamoré de Macris; de tipos que son una amenaza para todo aquello que implique un bienestar en mi vida, pero que, por lo menos, me lo dicen y yo decido bajo mi propio riesgo. 

Vos fuiste mi primer Menem del ´89. Vos me demostraste una cosa y terminaste siendo otra. Los demás siempre me hicieron saber que eran unos fachos y que no querían gente del conurbano en los hospitales públicos y que su concepto de cultura estaba representado por energúmenos del mercado. Vos no diste ni una pista de que ibas a hacer ajustes, de que ibas a desregular el Estado, de que iban a haber despidos masivos. 

Cuando pienso en todo esto me dan muchas ganas de caminar por la calle y patear tachos de basura escuchando canciones de Joy Division. 

Te escribí la cosa más linda que alguna vez le escribí a alguien y te la mandé. 

Al rato me arrepentí: Encima de que me pega una patada en el culo yo le sigo inflando el ego. Pero es que me parece una tragedia que alguien alguna vez te escriba algo y vos – o cualquier otra persona- se muera sin saberlo. 

Me faltó tocarte una canción en la guitarra (de hecho, inventé una after you cuyo título se debate entre “Yo estaba bien” y “¿Con qué necesidad?”). 

Me faltó, también, que conocieras un montón de detalles míos, como que me gusta regar las plantas a la siesta o que odio compartir el vaso cuando tomo bebidas alcohólicas. Me faltó saber de vos, qué querías ser de chico cuando seas grande, o ver fotos patéticas de tu adolescencia con cortes de pelo horribles y reírnos. 

Nos faltó irnos de viaje, discutir por muchas más giladas, mirar un millón de películas… 

Pero por lo menos le gané al disco de Spinetta, así que prefiero no seguir, porque todo esto me pone triste y dije que no quería decir cosas deprimentes. 




domingo, 7 de junio de 2015

Tampoco es que ahora soy una paloma blanca volando feliz por los cielos



La gente la ovaciona como a un rockstar y ella entra al escenario como un rocsktar. No con el ímpetu aparatoso: no saca la lengua ni agita las manos formando un cuerno de tres dedos, pero sí camina con el pecho erguido y el porte de entereza que caracteriza a quienes se saben artífices de algo (una canción, una gestión) y están convencidos de cada enhebra que entramaron para construirlo.
Delante de la pantalla gigante dispuesta en Avenida de Mayo hay cuatro cuadras abarrotadas de gente hasta llegar a  la plaza donde el acceso es imposible. Contra el cielo que oscurece se recortan las copas de los árboles debajo de las cuales, desde los postes de luz, cuelgan las banderas de Argentina, una detrás de la otra, volviéndose cada vez más pequeñas hasta hacerse invisibles. De fondo, la Casa Rosada. 
Es el último discurso de Cristina.
Con Meli llegamos temprano e intentamos vanamente encontrarnos con amigos de La Plata. El amontonamiento era en la plaza y en las calles aledañas. En Florida, entre los manteros y las mesas de café, había que avanzar en fila india, como a la salida de un recital súper masivo.
No nos la bancamos. Nos compramos un choripán, una cerveza y nos sentamos cerca de la pantalla a esperar que hable la presidenta.
           Eso sí extraño – le digo a Meli y señalo con el mentón una banda de pibes que cantan y saltan detrás un trapo gigante cuya insignia desconocemos -. El agite, la mística.
Pero es lo único que extraño. Me gusta ir sola a las movilizaciones. Me gusta no tener que ir a nada que no tenga ganas. Militar en organizaciones políticas/partidarias, ser orgánica, las roscas, los dirigentes, las listas, los actos ¡los actos y los plenarios! todas esas cosas no eran, no son para mí.
Me acuerdo de los plenarios. Es como si hubiese sido siempre el mismo. Escuchaba gente grande, con experiencia y trayectoria, decir un montón de cosas que sentía que ya había escuchado mil veces o que francamente no entendía de qué iba. Entonces, mi cerebro se avivaba, se tiraba al piso y caminaba, todo chiquitito hasta la puerta para salir a jugar. Y yo me levantaba, muerta de vergüenza,  corría hasta agarrarlo y lo ponía en penitencia de vuelta en su lugar. Me daba tanta culpa mi cerebro.
Qué horror.
Le alcanzo a Meli la Quilmes– que, dadas las circunstancias, el chino de Chacabuco y Alsina nos cobró a un precio bastante razonable - y saco la campera de mi bolso. Meli está envuelta con una pañoleta azul y lleva puesto un saco cuyo interior está recubierto con lana de corderito. La mano que no ocupamos en empinar la botella o en fumar un pucho, la guardamos en el bolsillo.
Al lado nuestro pasa un viejo que arrastra una bolsa de arpillera de la que sobresale una imitación de cola de gato gris y peluda y nos asusta. Meli le grita que es un gil. Pasa un chico lindo, choca su botella contra la mía y nos dice: “¡Eeesa!”. Pasa un chabón alto con la frente abollada, literalmente abollada, como si su cráneo fuese una botella de plástico a la cual se le derritió uno de sus lados con un encendedor hasta formar un hueco.
           Qué loco, ¿no?
           Alta piña le deben haber dado para quedar así – responde Meli y mira distraídamente hacia otro lugar mientras se lleva el pico de la cerveza a la boca.
Yo pienso que es muy irreal esa frente y que hay muchas escenas de mi vida que me parecen muy irreales, como estar sentada en Avenida de Mayo tomando una cerveza esperando que Cristina Kirchner dé su último discurso.
           Parece ficción ¿No te parece ficción? No sé… Se acaba el mundo tal cual lo conocemos.
Cuando Néstor asumió en 2003, yo tenía 13 años y lo único que recuerdo es que veníamos de los Federales (el equivalente entrerriano al Patacón, aún con menos valor que los bonos nacionales y bonaerenses), que mi viejo había dejado de fumar, que me quise teñir el pelo de rojo y no animé, y que empecé las clases de mi primer año de secundaria en junio. Claro, Néstor fue a destrabar el conflicto docente como una de sus primeras medidas de gobierno.
Cristina también se acuerda de la intervención de Néstor en Entre Ríos y en un rato lo dirá con tonada épica; será una de las primeras cosas que nombre al hacer la recapitulación de los doce años de mandato kirchnerista.
     No va a ser lo mismo. Por más que tengamos la suerte de que no gane Scioli, no va a ser lo mismo.
     No – Meli suspira-. No va a ser lo mismo porque además Cristina es mujer y muchas de las cosas que hizo tienen que ver con su sensibilidad de mujer.
Meli tiene razón. Cristina es mujer y no deja de serlo por sentarse en el sillón presidencial. Nunca lo había pensado seriamente antes. ¿Cómo nunca lo pensé antes?
Y claro, me digo, calculo que debe tener que ver con ese embrollo discusivo/ideológico que tuve en algún momento en el que creí que ser feminista implicaba negar cualquier diferencia que hubiese entre el hombre y la mujer, confundiendo la igualdad de derechos con la igualdad literal. Qué cosas, dios mío.  Qué abstraída que supe estar. Qué encorsetada por categorías de pensamiento y por la propia falta de confianza en mis ideas.
(Ojo, tampoco es que ahora soy una paloma blanca volando feliz por los cielos…).
Los aplausos se escuchan antes que la voz femenina del altoparlante de la misma manera en que primero cae un rayo y luego se escucha el trueno. Así será durante todo el discurso; los que estamos fuera de la plaza tendremos que adaptarnos al delay.
Con Meli nos levantamos, descartamos el envase y nos acercamos lo más que podemos a la pantalla. Comienza a sonar el Himno Nacional Argentino y muchas manos se alzan con los dedos en V. Yo me quedo quieta.
¡Oh! ¡Juremos con gloria morir! ¡Oh! ¡Juremos con gloria morir! ¡Oh, juremos con gloria morir!
Y entonces irrumpen un montón de fuegos artificiales por encima de la Casa Rosada y todos aplauden y miran fascinados hacia arriba y yo también lo hago. Al instante observo a mi alrededor y no puedo dejar de acordarme de la escena final de Día de la Independencia donde el pueblo se emociona con las palabras del presidente yanqui que acaba de salvar al mundo de la invasión extraterrestre o de un meteorito (no recuerdo con exactitud. Tampoco recuerdo si la escena final era un discurso).
Ahora, en la avenida, silencio. Como una avalancha empieza a llegarnos el eco de una cancioncita, cada vez más fuerte, hasta que nos cubre por completo y entonces se vuelve grito desaforado con salto incluido de varios de los que quedamos postergados en la calle.
Yo estoy quieta y callada. Lo colectivo siempre me generó cierta timidez. No me desinhibe ser parte de un conjunto de gente con la cual se supone que existe una idea, un objetivo, un equipo de fútbol, una banda de rock, algo compartido, sino que, por el contrario, me produce pánico al ridículo, pánico que no experimento cuando soy yo sola haciendo cosas mías como, por ejemplo, ir a comprar un Marlboro Box en piyama y pantuflas.
Cristina nos saluda y habla. Dice que hace doce años, una mañana de sol, asumió un hombre con apenas el 22% de los votos y que sostuvo durante todo su gobierno una parte importantísima de su discurso…
Meli me mira pícara:
—Que no vino a dejar las convicciones en la puerta de la Casa Rosada.  
¡Que no iba a dejar las convicciones en la puerta de la Casa Rosada!, repite Cristina y nosotras nos reímos.
Detrás nuestro hay unos franceses que portan una sonrisa boba y beben cerveza importada en latas pequeñas y doradas. Delante nuestro hay una pareja; él se limpia las lágrimas con un pañuelo de tela a cuadrillé y ella le frota el hombro con sus manos arrugadas.
No estén tristes, nos pide Cristina.
Y en realidad se me hace difícil calificar lo que siento: pienso mucho en todas las cosas que considero contradicciones de este gobierno y no sé qué sentir, pienso mucho en Scioli y me enojo, pienso en mi falta de compromiso político y me da culpa, pienso en que todo esto no va a existir por más frase de campaña de que el candidato es el proyecto y siento una nostalgia terrible del presente y me acuerdo de un amigo que me apodaba TN porque yo siempre pensaba todo en negativo.
Y sí. Estoy triste. ¡Claro que estoy triste! De hecho la tristeza es lo más exacto: es un feriado disfrazado de domingo, hace frío, ya terminó de oscurecer y encima Cristina, cual rockstar que dio su último bis, se despide del escenario.