Seis hileras de sillas aterciopeladas color bordó. Hay tres vacías. La
mujer sentada al lado mío se pasa la mano por la cara pegajosa y observa su
reloj.
¿Ya la una? Resopla y comienza a mover sus piernas de
manera intermitente. Me choca. Con el cuerpo que rebalsa del asiento toca mis
brazos e intento acomodarlos de manera tal que nada interrumpa mi único y libre
espacio. No es fácil para mí tampoco hacerme tan chiquita.
El ruido a campana electrónica levanta las cabezas de todos. Cuarenta y
siete. Nadie reclama el número. Cuarenta y ocho. Hay una ilusión colectiva. La señora gorda con los
ojos cada vez más grandes ya está despegando su torso de la silla, cuando el hijo
de puta del cuarenta y nueve se levanta y se acerca a las ventanillas. Bajamos
todos, las miradas y las expectativas.
Yo soy el sesenta. Ojalá que me toque el burócrata lindo. Pero no, obvio. Me paro y
me vuelvo a sentar, esta vez en el codiciado lugar que se enfrenta al vidrio y detrás
la mujer que sin mirarme pide la documentación con voz monótona. Tiene un par
de aros blancos, muy finos. Qué inútil. Pienso. Dos aritos perdidos en ese
rostro caído, con ese par de ojos que no pueden abrir los párpados si no es
hasta la mitad, con el cutis blandito, con el flequillo grasoso pegado a la
frente, con la nariz achatada y caída también. ¿De qué sirven esos dos
aritos? O esas pulseras plateadas o el anillo con las iniciales.
Me siento cruel.
Está embarazada. La imagino soltándose el pelo y revoleándolo para todos
lados, abriéndose la camisa blanca de un saque y tirando todos los papeles que
están arriba de su escritorio. La imagino con el gesto desenfrenado de placer
apoyando una mano contra el vidrio. Es tan irreal este mundo a veces.
Tan irreal.