jueves, 22 de mayo de 2014

El otro día fui al cine

— Estoy buscando trabajo, pero empiezo a hacerme la idea de que a lo máximo que puedo aspirar es a ser moza y escribir en un blog, o, con suerte, en alguna revista marginal.
- Y… a veces el trabajo y la vocación no son cosas que vayan de la mano – me respondió el viejo que acababa de conocer en la cola del cine. Era alto y con su brazo apoyaba un libro contra el pecho -¿Y en algún ministerio? ¿no tenés ningún contacto? 
-No. 
-Bueno mejor – el hombre clavó sus ojos celestes en mí. Eran enormes y cuando hablaba los abría aún más -. Si empezás a trabajar en el estado no volvés a salir. Y además, te acostumbrás a muchos vicios. 
Era una tarde fría. Bajo el cielo encapotado, sobre la vereda húmeda, la cola, que empezaba a la entrada de la Sala 1 del Cine Gaumont y terminaba a más de mitad de cuadra, comenzó a avanzar. 
-¿Usted a qué se dedica? –  pregunté mientras dábamos pasos cortos. 
-Yo… trabajo en el estado – nos reímos los dos. El viejo me hacía acordar a la caricatura japonesa del abuelo de Heidi  –. Fui publicista toda mi vida. Y era bueno – reafirmó bajando el mentón y arqueando las cejas– pasa que ya no quieren a un viejo como yo. 
-Pero, no es que por la experiencia...
-No... - me interrumpió, arrastrando la última vocal – No, no – negaba con la cabeza -. A los del marketing les interesa la gente joven. 
-Claro... A usted no lo quieren por la edad y a mí me piden experiencia.
Qué angosto el mercado laboral, pensé. Qué angosto e injusto: de 25 a 35 años, buena presencia, experiencia comprobable, residir por la zona. 
-¿Lo extraña? – al segundo sentí vergüenza. Pensé que podía haberle tocado una fibra sensible a un tipo que ni conocía. El viejo suspiró, profundamente, con pesar. 
-La verdad que sí. Porque además, era bueno. Trabajaba todo el día – se entusiasmó -. De la mañana a la noche, organizaba eventos, tenía muy buenas ideas. Así me pagaban también. 
La señora que estaba delante nuestro se dio vuelta y alzó la mano para llamar a dos mujeres que, sin ningún pudor, se nos colaron en la fila. Las tres reían como colegialas fumando en el baño. Con el abuelo de Heidi nos miramos cómplices y seguimos hablando. 
-En un momento me di cuenta que todos mis interlocutores eran veinte años menores que yo, entre ellos mi socio, que me traicionó y ahí me fui. 
-¡¿Lo traicionó?! 
-Sí, sí. Pero el que estuvo mal fui yo, me tendría que haber dado cuenta.     
Llegamos a la puerta, nos cortaron las entradas. La sala estaba llena. Nos sentamos juntos, las luces ya estaban apagadas. El viejo sacó una caja de tic tac turquesa y me preguntó si quería una pastilla de mentol. Le saqué tres. Me contó que le gustaba el cine argentino porque trataba de historias simples, también que era aficionado al cine francés y a los policiales ingleses. Nos chistaron. Empezó la película. 
El viejo se arrinconó a mi oído y susurró: 
— Vos viniste a ver a este ¿no?
El primerísimo primer plano del Chino Darín había aparecido en pantalla. 
- Ni sabía que actuaba – mentí sin querer; la realidad era que no sabía quién era. Nunca lo había visto, ni tenía noción de que el morocho de ojos verdes que bailoteaba vestido de policía era el Chino Darín, galán del momento, hijo de Ricardo. De todas formas el nombre me daba lo mismo. Estaba maravillada. Hacía mucho tiempo no veía algo tan hermoso en pantalla grande. Y por ocho pesos la entrada. 
Me acordé de cuando fui al cine por primera vez. Yo tenía seis o siete años y mi mamá me llevó a ver “El hombre de la máscara de hierro”. Cuando entré y vi a Leonardo Di Caprio en semejante tamaño me quedé paralizada, delante de todas las filas de sillas, pegada a la pantalla, obnubilada. 
— Si no sabés de algún escenario preguntame. Ese es el teatro Colón, por ejemplo – cada vez que el señor se me acercaba sentía el penetrante olor a colonia -.Esos fósforos no se fabrican más – me explicó después. Me gustó su amabilidad, pero a mí la verdad no me importaba el Teatro Colón ni la caja de fósforos. Yo estaba hipnotizada: el Chino Darín en musculosa. El Chino Darín andando en moto. El Chino Darín desprendiéndose la camisa. Hasta que el Chino Darín no alcanzó para aplacar mi disconformidad con la película.
— Naa.. qué bolaso, mirá que va a pasar eso – ahora era yo la que le hablaba al viejo, quien reía con mis comentarios -. Ah, por el apellido lo nombra la esposa, seguro.
- ¿Y por qué habla así el detective? ¿es gallego? - Los dos nos reíamos y hasta nos codeábamos. Nos chistaron por segunda y tercera vez. 
Comenzaron a pasar los títulos con un tema de Virus de fondo. Algunos aplaudieron tímidamente, el público en general no los siguió.  Con el viejo nos quedamos sentados. Lo miré:
— No me gustó.
- No, a mí tampoco. 
Hasta la puerta de calle fuimos despotricando contra el guión de “Muerte en Buenos Aires” y la seguimos mientras yo me fumaba un cigarrillo en la vereda. Que estaba llena de lugares comunes. Que el personaje del detective Chávez era un cliché paupérrimo. Que como siempre la policía mujer era una trola, que era obvio quién era el asesino, que la trama estaba llena de huecos. Después charlamos un poco sobre Chandler y Phillip Marlowe (¡Esos eran policiales! diría el viejo con la misma nostalgia y convencimiento de quien afirma que todo tiempo pasado fue mejor). Tiré la colilla y nos quedamos callados. Me metí las manos en los bolsillos. 
—¿Vas para aquél lado? – señaló el Congreso.
- No.  
- Bueno. Un gusto. Suerte con lo tuyo – me saludó con un beso en el cachete y se fue. Yo me quedé parada, por un momento, sin reaccionar. Después me calcé la capucha y enfilé para la 9 de Julio. Qué angosto que se supone que tiene que ser el amor, pensé. De 25 a 35 años, buena presencia, residir por la zona.


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